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Sobre la vida en las metrópolis contemporáneas (individualismo, racionalismo, hastío y desarraigo)

Por Enrique del Acebo Ibáñez

Si bien el hombre habita en ciudades desde hace siglos, el fenómeno actual adquiere características prácticamente inéditas. La gran ciudad o metrópolis representa el acceso de la urbe a un estadio revolucionario respecto de la ciudad tradicional. Luego de un proceso evolutivo secular, la ciudad sufrió de la mano del industrialismo, un cambio cualitativo de primera magnitud.

Sumado al hecho del predominio de una economía “neotécnica”(1), el surgimiento de las aglomeraciones metropolitanas encontró apoyo en el gran aumento demográfico producido durante el siglo XIX, así como también en el cada vez mayor poder de atracción ejercido por las grandes ciudades. Estas crecen, hoy día, no sólo en términos de crecimiento vegetativo sino también merced a la absorción de población a través del proceso de migraciones internas e internacionales.

Pero a la migración centrípeda “campo-ciudad” debe sumarse ahora el movimiento poblacional centrífugo representado por la dinámica de la ciudad hacia los suburbios. De la conjunción de estas dos tendencias emerge esta nueva forma de asentamiento urbano. La metrópolis y la consecuente región metropolitana, tornarán anticuada, gradualmente, la rígida división dicotómica entre ciudad y campo y entre ciudad y suburbio. Las distintas actividades y funciones se difunden por este nuevo espacio, interpenetrándose según una dinámica independiente de la contigüidad geográfica.

Se está en presencia de un proceso de “urbanización del campo” y un concomitante aumento de la movilidad geográfica. Movilidad -como advierten Remy y Voyé (2)- no sólo de personas sino también de bienes, ideas y mensajes, lo cual produce una “deslocalización” de la vida social: deja de ser indispensable, para la interrelación, la proximidad espacial o física (Simmel). Aparecen las solidaridades sectoriales, en detrimento de las solidaridades locales y regionales.

La aglomeración en conjuntos metropolitanos conlleva, paralelamente, variadas características que delimitan el fenómeno y, al mismo tiempo, permiten una más cabal comprensión, tal como veremos
a continuación.

Vida Metropolitana y Consumismo

En primer término debe mencionarse la expansión de una economía predominantemente de consumo paralelamente a la economía productiva, fenómeno que es muy vislumbrado por Mumford: “Si la forma inicial de la ciudad se logró mediante la unión de las economías paleolítica y neolítica, la de la metrópolis última parecería ser el resultado de dos fuerzas que se independizaron en formas institucionales muy rápidamente, a partir del siglo XVII: una economía productiva (industrial) que utiliza energías en una escala mayor que nunca, y una economía de consumo (comercial) hasta entonces confinada a la corte y la aristocracia, que multiplicó velozmente las comodidades y los lujos al alcance de los pocos, y que, paulatinamente, ensanchó el círculo de consumidores”(3). Pero lo malo de este proceso expansivo radica más bien en el sentido que el mismo adoptó. Producción y consumo dejaron de tener por única meta y medida las necesidades humanas. No existe prácticamente un referente externo a este inflacionado contexto económico que le otorgue un sentido cierto y, sobre todo, un sentido humano y humanizador. Esta economía hiperproductiva y consumista halla en su inmanencia la propia razón de existencia. La misma metrópolis se transforma en objeto de consumo.

El habitante metropolitano se siente “extrañado” dentro de este medio en que le toca vivir, un medio que no controla, que le prescribe específicas pautas de comportamiento y consumo, determinados “modos de ser feliz” aunque siempre vinculados al planteo dimensional “producción-consumo” y “éxito-fracaso” que está en las bases mismas de la civilización contemporánea. Todo ello torna al habitante medio de la gran ciudad en un ser esencialmente pasivo. Su modo de participación más adecuado al sistema imperante es el “no protagonismo”, es un “vivir como se vive”. Esto lo ven claramente autores como Ledrut y Mumford. Para este último, la metrópolis constituye un mundo “donde las grandes masas de la población, incapaces de alcanzar un medio de vida más pleno y satisfactorio, viven su vida por interpósita persona, en calidad de lectores, espectadores, oyentes y observadores pasivos. Viviendo así, año tras año, de segunda mano, alejados de la naturaleza que llevan en su interior, nada tiene de asombroso que transfieran cada vez más la funciones de la vida, incluso el mismo pensamiento, a las máquinas que sus inventores han creado”(4).

El gigantismo es la dimensión predominante en la metrópolis. Lo desmedido supone un cambio de escala en diversos niveles. Esta desmesura representa una consecuencia necesaria de todo ese proceso de exaltación cuantitativa que había comenzado a operarse con anterioridad. Producción en serie, consumo y producción masivos. Importa la extensión del número de consumidores, no tanto la intensidad y menos la profundidad y calidad en la satisfacción de reales necesidades humanas. El hombre se ve constreñido a ser una mera “unidad de consumo”, con cada vez mayor olvido de su radical necesidad de realización existencial, ubicada en la dimensión “plenitud-desesperación”(V. Frankl).

Aceleración de Tiempo Histórico

El mundo sociocultural vive una aceleración del tiempo histórico. La “memoria viva” de la ciudad, otorga factor unitivo de primer orden respecto de las distintas generaciones, va perdiendo vigencia ante un continuo y pauperizante omnipresente. Aun bajo ensoñación del “progreso indefinido”, el hombre de las grandes ciudades contemporáneas no deja, sin embargo, de tener sus ojos puestos también en el futuro. Quizás subconscientemente, porque el presente no le satisface. lo pretérito es sinónimo de decadencia, de “menos bueno”, de atraso. En el mejor de los casos, es algo que “ya pasó”. De lo que se trata ahora es de crecer, expandirse, superar todo tipo de límites.

Esto no es más que un indicador del gradual vacío cultural, generado por un progresismo excluyente. Para C. Dawson se está en presencia, precisamente, de un proceso de degradación urbana -el cual es origen de la pérdida de vitalidad de la cultura europea moderna- en virtud de esta falta de arraigo temporal: “Nuestra civilización se está tornando agonizante porque ha perdido sus raíces y no tiene ya equilibrio ni ritmo vital […] ¿Por qué la actividad de un corredor de bolsa es de menor belleza que la de un guerrero homérico o la de un sacerdote egipcio? Porque está menos incorporada a la vida, no es inevitable, sino accidental y casi un parásito”(5). La ciudad, sin embargo, esté en el período histórico en el que esté -y muchas veces a pesar del modo de vivir de sus habitantes-, emerge siempre como un ámbito de arraigos espacio-temporal y socio-cultural.

Esta cultura urbana, con todas sus connotaciones consumistas, es ampliamente difundida a través de los medios masivos de comunicación social, dejando también su impronta sobre las áreas rurales. La migración campo-ciudad, así como la migración pequeña ciudad-gran ciudad, se inscribe como una de las consecuencias de este fenómeno. Los más media persiguen un objetivo común que es el logro de una justificación ideológica del sistema, una justificación del estilo de vida metropolitano y una confirmación del homo caber et consumen.

Nisbet observa con preocupación este fenómeno de la burocracia y el modernismo, en tanto desencadenantes de desarraigo: “La sociedad moderna es tan remota que resulta inaccesible, sus enormes estructuras organizativas le dan un aspecto apabullante y terrible; su complejidad impersonal la convierte en algo carente de sentido. El orden cultural en que otrora se participaba, hoy parece distante, despojado de lo que Burke llamó `las posadas y lugares de reposo´ del espíritu humano […] La racionalización de la sociedad degenera en regimentación, y los valores primordiales de la cultura europea -el honor. la lealtad, la amistad- se marchitan bajo la carga opresiva de la objetación”(6).

Crecimiento Urbano Indiferenciado

Otra de las características metropolitanas la constituye el crecimiento indiferenciado del tejido urbano; es el proceso que se ha dado en llamar “conurbación”. Cuando se produjo la primera “implosión industrial”, en el siglo pasado y aun en el anterior, surgieron nuevas ciudades por doquier y aumentó el número de habitantes de los centros urbanos preexistentes. Ahora, en cambio, la “difusión de la superficie de radicación detuvo en buena medida este crecimiento y aumentó enormemente la producción del tejido urbano relativamente indiferenciado, sin relación alguna con un núcleo interiormente coherente o todavía, residualmente, una entidad, la conurbación es una nulidad y se vuelve cada vez más nula a medida que se va extendiendo”(7). Quiere decir que, de seguir este proceso difusivo, la forma urbana metropolitana devendrá “informe”, en algo virtualmente sin forma, en relación directa con una expansión cada vez más huérfana de sentido. El sentido y lo cualitativo, precisamente, no interesan a los controles burocráticos, preocupados por estrictos criterios de racionalidad, eficiencia y cuantitatividad.

Así es como la ciudad y la metrópolis dan lugar al “área” y a la “región” metropolitanas. Las comunidades locales se ven sobrepasadas por el peso de la sociedad global. Para Castells (8) se está en presencia de una creciente centralización del poder político, la cual, sumada a la presencia de una tecnocracia, confluyen en el mantenimiento del sistema a largo plazo; para lo cual es “necesaria” la gradual eliminación de los “particularismos” locales, que se da a través de una “planificación” y un aparato político-administrativo que tienden a tratar los problemas “funcionales” del sistema en unidades espaciales cuya significación se estipula en virtud de las interdependencias del sistema productivo, vale decir, en términos de “región metropolitana”. Pero todo ello genera una suerte de tensión dinámica entre una organización social cada vez más compleja y lo que Bettin da en llamar una realidad dirigida a una “refundación institucional” de lo urbano.

Individualismo y masificación como formas de desarraigo social

Este sobredimencionamiento característico de las metrópolis se da, como ya dijimos, en todo el orden urbano. Y ello no puede dejar de repercutir negativamente sobre el habitante. De ahí la presencia de un individualismo extremo. El hombre se va transformando, como hemos visto, en simple número, en pieza fácilmente intercambiable dentro del engranaje. En las grandes urbes el todo se impone a las partes; pero no abarcándolas, comprendiéndolas, sino destruyéndolas al indiferenciarlas. Es precisamente frente a este cada vez mayor peso de lo social y tecnológico, como el habitante de la metrópolis reacciona a menudo con un individualismo extremo, a modo de desesperado intento por salvaguardar su más propia e íntima personalidad. Para Simmel “la atrofia de la cultura individual es consecuencia de una objetiva hipertrofia; allí ve la causa de la marcada animadversión que los propugnadores de un individualismo a ultranza -Nietzsche(9), por ejemplo- profesan hacia las grandes ciudades. Este individualismo no sería más que un esfuerzo, por parte del habitante metropolitano, a fin de evitar una nivelación compulsiva. Se trata de una huida de la masificación, de ese hombre-masa que, para Ortega y Gasset, era el hombre medio, ese que abunda más y que se siente a gusto siendo como todos”.

Todo este proceso de complejización y diferenciación que sufren la sociedad y la vida metropolitanas, está suponiendo el pasaje de un estadio histórico en que predominaban círculos sociales de pertenencia concéntricos y homogéneos a una situación en donde prevalecen los círculos contiguos y heterogéneos, tema éste bien explicitado por la sociología simmeliana. Esto es: se trata del tránsito del predominio de agrupaciones por proximidad y adscripción (comunidad local y fisiológica) a asociaciones por fines individuales e intereses subjetivos. El hombre tendrá una más acabada conciencia de su individualidad en la medida en que exista una mayor diferencia entre los círculos a que pertenece, y ello porque el “cruce” de los distintos grupos de pertenencia no se verifica sino en el propio individuo.

En la sociedad contemporánea, además, se tiende a producir una expansión numérica en el seno de los grupos sociales, en cuyo caso tienden a fomentarse relaciones fundamentalmente impersonales, con roles claramente estatuidos, sin comprometer integralmente al sujeto. Touraine quiere decir lo mismo cuando sostiene que la pertenencia a grupos primarios y comunidades estructuradas supone una participación creadora en los valores sociales y culturales al seno de una sociedad cuya cultura es un sistema de significaciones ligadas a la experiencia profesional y social directamente vivida. “En una civilización de masas, en cambio, tal pertenencia no es ya más que la expresión de una abstracción cultural forzada, de una débil participación en los valores de la sociedad global”. Quiere decir: al ser en gran parte destruidos los orígenes tradicionales, profesionales y sociales de la cultura, irrumpe con la moderna civilización industrial una escala axiológica “elaborada centralmente y no ya al nivel de la experiencia vivida individualmente…”(10)

De ahí la importancia significativa que inviste arraigo social, entendido como pertenencia a grupos fundantes de la personalidad, involucrantes del hombre en su totalidad. Es en estas condiciones como se facilita la irrupción de un sujeto-protagonista, protagonista tanto a nivel social global como a nivel de su propia vida individual. Protagonismo que abonará aún más el terreno de un auténtico arraigo social y también existencial, arraigo del hombre en sí mismo, partícipe ejecutor de una existencia auténtica (K. Jaspers).

El hombre masificado, por el contrario, es un ser sustancialmente desarraigado. Está no sólo fuera de todo ámbito decisional, de toda fuente de poder real, sino además, y fundamentalmente, está sacado de su propio quicio. Es un ser sin raíces: se encuentra desvinculado de lazos comunitarios fuertes y duraderos, Y, como consecuencia, es susceptible de ser fácilmente “transplantado” según le plazca al poder de turno, según sea el imperativo de los “regios” criterios de intersubjetividad.

El individualismo extremo, al escapar precisamente de toda masificación termina, paradójicamente, por resultar un desarraigo social, un ser que no se siente involucrado personalmente en ningún ámbito social de pertenencia. Y esto es tan nocivo y peligroso como la masificación. Esto es nuevamente visto con claridad por Mumford: “De la inicial integración urbana de santuario, ciudadela, aldea, taller y mercado, todas las formas posteriores de la ciudad han tomado, en cierta medida, su estructura física y sus pautas institucionales. Muchas partes de esta estructura son aún de importancia fundamental para la asociación humana eficaz; y no lo son menos las que surgieron originalmente del santuario y de la aldea. Sin la participación activa del grupo primario, en la familia y en el vecindario, es dudoso que puedan transmitirse […] los mandamientos morales elementales: el respeto por el vecino y la reverencia ante la vida […] Nuestros complejos rituales de mecanización no pueden ocupar el lugar del diálogo humano, del teatro, del círculo vivo de compañeros y asociados, de la sociedad de los amigos. Estos elementos apoyan el crecimiento y reproducción de la cultura humana; sin ellos toda la compleja estructura pierde el sentido, más aún, se vuelve activamente hostil a los objetivos de la vida”(11).

A pesar de todo, sin embargo, distintos autores no dejan de subrayar la injusticia que muchas veces implica acusar a la metrópolis, lisa y llanamente, de disolver ámbitos vitales y necesarios como la familia y el vecindario. En este sentido, Blumenfeld, apoyándose en un significativo número de estudios sociológicos sobre las metrópolis de Europa occidental y de Estados Unidos de América, destaca la permanencia de los vínculos primarios en dichos centros urbanos: ejemplo relevante de ello lo constituyen los barrios bajos o populares, los cuales presentan, contra toda predicción, un considerable grado de “organización comunitaria de carácter doméstico”. También es de interés el análisis que Raymond Ledrut efectúa sobre la vida social en los grandes conjuntos de Toulouse (12), así como los comentarios de Toynbee a propósito del arraigo social presente en las villas de emergencia y/o barrios pobres de las metrópolis contemporáneas, en oportunidad de su visita a Brasilia. Dígase otro tanto respecto de Jane Jacobs y su revalorización de la calle.

Retomando el tema del “individualismo extremo”, como característica de la vida en las grandes ciudades, debemos mencionar que, para Simmel, la división del trabajo se encuentra entre las más profundas causas por las que la vida en las metrópolis lleva a este individualismo exacerbado. Esta creciente división y especialización laborales no haría sino parcelar y escindir la personalidad del sujeto, cada vez más indefenso, de este modo, ante una sociedad global omnipotente y omnipresente. División del trabajo que, sin embargo, como su consecuente centralización, son los pilares sobre los que se fundamenta toda organización. Justamente la gran urbe, como espacio vital del hombre moderno, ofrece, como observa Philipp Lersch (13), el mejor ejemplo de una organización llevada a su alto grado. Todo esto no significa desconocer la necesidad que determinado grado de división del trabajo reviste en cualquier sociedad que intente funcionar adecuadamente. Y ello sin mencionar la radical dependencia que los hombres guardan entre sí en virtud de su naturaleza social.

Durkheim, precisamente, observaba la funcionalidad que revestía la especialización profesional, apuntaba que los riesgos que dicha especialización o división del trabajo suponía que podían y debían ser paliados a través de una adecuada participación del individuo, participación que se lograría a partir de la existencia de asociaciones colectivas intermedias entre el Estado y los individuos. Unica forma de compatibilizar individualismo con solidaridad, individuo con sociedad, arraigo con complejización de lo social y autoextrañamiento.

Este sobredimensionamiento característico de las grandes ciudades modernas no hace sino golpear sobre el habitante urbano, y muchas veces de un modo tan despersonalizante que en gran medida llega a inhibir su carácter de sujeto-protagonista. De un ser que “habita” se convierte, gradualmente, en alguien que simplemente “ocupa” un determinado espacio, espacio con el cual prácticamente ya no dialoga, en una suerte de “afonía” participacionista. Mal puede haber diálogo si uno de los interlocutores -la gran ciudad, y en muchas oportunidades sus planificadores, como ya hemos analizado- sólo se escucha a sí mismo. Ciudad que, siendo también un canal comunicativo y hasta, en sí misma, un “mensaje”, puede sin embargo transformarse en “ruido”, virtual interferencia de toda comunicación auténticamente humana. Pues, como sostiene Mitscherlich, “si la idea de patria ha de ser sentida como un vínculo positivo, deberá el entorno hablar al hombre, deberá existir alguien que se comunique con él. Así es como desde niño aprende el lenguaje de ese territorio” (14). Participación, “lectura” y vivencia urbanas, constituyen factores muy relacionados con la dicotomía vida pública versus vida privada, la cual, para Bahrdt (15) “la metrópolis es un ámbito de convivencia en el cual se pueden desnaturalizar tanto la vida pública como la vida privada, especialmente en atención a la eventual libertad de elección por parte del individuo de pasar de una esfera a la otra. En las grandes ciudades el habitante puede vivir en el anonimato voluntariamente; claro que -justo es reconocerlo- las más de las veces vive en él a pesar de no desearlo, o al menos no buscando hacerlo de modo permanente. La vida pública se torna aparente (masificación) y la vida privada se empobrece (aislamiento)”.

Tocqueville había observado ya este tipo de fenómeno, así como sus negativas consecuencias para la salud del cuerpo social. A propósito de su análisis de la democracia en América (16), se sorprende del número incontable de hombres, indiferenciados entre sí, que sólo se preocupan y esfuerzan por “producir los placeres mezquinos y miserables con que sacian su vida. Como cada uno de ellos vive aparte, cada uno es un extraño al destino de todo el resto; sus hijos y sus amigos privados constituyen para ellos el conjunto de la humanidad; por lo que hace al resto de sus conciudadanos, que están próximos a ellos, pero no los ve; toca, pero no los siente; sólo existe en sí mismo y para sí mismo; y si todavía le queda su parentela, puede decirse que, en cualquier caso, ha perdido su país” (17).

Una de las consecuencias del individualismo reinante en las grandes ciudades la constituye, para Simmel, precisamente la reserva o secreto desde el punto de vista sociológico, otro de los mecanismos de defensa adoptados por el hombre ante las múltiples solicitaciones de lo urbano, y vinculado a la cuestión vida pública-vida privada. Mientras en las pequeñas ciudades el habitante conoce a casi todos con quienes se encuentra, multiplicándose las interrelaciones, en la gran ciudad resulta imposible reaccionar personal y diferenciadamente para con cada uno de los contactos establecidos, con el riesgo de caer en un estado psicológico intolerable. Ese espacio intersticial que quedaría libre es ocupado, precisamente, por la reserva o secreto, fenómeno que abreva no sólo en la limitación psicofísica del hombre sino, además, en la gran libertad de que goza el habitante metropolitano. Pero además la reserva asume también formas corporativas: la sociedades secretas, ámbitos de convivencia en los cuales se trata de poner coto a la invasión de lo personal y privado por parte de una sociedad global cada vez más alienante y cohesivas e integrativas -que puedan llegar a un muy alto grado- pueden derivar en un ámbito de desocialización del individuo respecto de la sociedad global. De ahí las características “funcionales” -como bien apunta Nisbet- que dichas sociedades secretas pueden presentar y, de hecho, presentan. Ambitos de arraigo respecto del ámbito comunitario restringido pero, por otra parte, ámbito también de desarraigo respecto de lo social englobante.

Ante la falta de una adecuada y suficiente distancia exterior o física, el hombre despliega una sutil distancia interior o psicológica. Distancia que se nutre -especialmente en las grandes ciudades- del secreto o reserva. La máxima recordada por Simmel, en el sentido de que es bueno tener por amigo al vecino pero no por vecino al amigo, adquiere aquí toda su virtualidad.

Esta distancia psicológica entre los individuos, que se incentiva ante una excesiva y no buscada proximidad física o espacial, trae aparejadas distintas consecuencias. Una de ellas, que el habitante de la metrópolis viva en forma más patente sentimientos de soledad y abandono. Como sostiene von Hildebrand, “el drama de la sociedad en que vivimos descansa en el hecho que ponemos el máximo empeño en los contactos sociales, en tanto nuestra vida transcurre en un aislamiento trágico” (18).

De modo que las metrópolis vienen a provocar dos fenómenos de distinto signo, aunque íntimamente vinculados entre sí. De un lado hemos dicho que el estilo de vida metropolitano masifica, nivelando las individualidades. Y, por el otro, este mismo hecho provoca y mueve al espíritu humano, el cual reacciona con una actitud marcadamente individualista. Pasados ciertos límites, sin embargo, este individualismo no deja de redundar en perjuicio del propio sujeto, como ya hemos visto, al degenerar en aislamiento compulsivo, correspondiente carga patogénica.

Racionalismo: Lo Racional Versus lo Sensible

El racionalismo se erige como otra de las características de la vida en las metrópolis. Al transformarse en exclusivos principios estructurales y estructurantes de la vida moderna, el racionalismo y la racionalización se constituyen en factores etiológicos de variados fenómenos, íntimamente relacionados entre sí: la dictadura de lo cuantitativo en detrimento de lo cualitativo; la pérdida de un contacto directo con la vida por el surgimiento de todo un complejo de mediatizaciones creadas artificialmente por el hombre; la pérdida gradual de interioridad, con su correlato, la aparición del hombre-masa.

Uno de los más genuinos productos de este entramado racionalista presente en la sociedad global lo constituye, precisamente, el desarrollo y crecimiento acelerado de las grandes ciudades. Cuando todo el sistema social es inundado por la “racionalidad como finalidad en sí misma”, y la sociedad opulenta hace expansionar y es expansionada por la tecnología desarrollada, todo el territorio del sistema social se transforma en “ciudad-metrópoli” (19).

El bombardeo sensitivo a que se ve sometido el habitante metropolitano ha adquirido, y adquiere cada vez más, una intensidad sin precedentes a influjo del acelerado cambio histórico y tecnológico. Las transformaciones de la ecología urbana han alcanzado tal magnitud que, al decir de Pinillos (20), el espacio de las ciudades empieza a disonar del esquema corporal humano, imponiéndole constricciones graves. Precisamente, lo que caracteriza al “tipo gran ciudadano” es, para Simmel, la intensificación de la vida nerviosa merced a los continuos requerimientos que nuestra estructura psicofísica enfrenta. Ello a diferencia de la vida en las ciudades pequeñas y en las áreas rurales, con un ritmo menos vertiginoso, más regular y tradicionalista.

Es como defensa a este continuo requerimiento sensorial que el habitante de la gran ciudad se torna cada vez más racionalista, en desmedro de sus afectos y sentimientos, creándose un caparazón que torna menos permeable su intercambio con el medio circundante. A efectos de protegerse contra el desarraigo que le puede provocar la fluidez y los contrastes del medio ambiente, el hombre se cierra neuróticamente sobre sí mismo lo cual, como subraya Simmel, lleva inevitablemente a un aislamiento mayor, a una delimitación más radical de esfera personal.

El arraigo supone, en cambio, un compromiso del hombre todo. Para que pueda darse integralmente es menester que el sujeto no se quede en un frío racionalismo funcional, colocando entre paréntesis sentimientos y quereres, finalidades y expectativas, intuiciones y poesía. Todo esto juega -y mucho- a la hora de un compromiso radical y sin mediatizaciones ante una realidad potencialmente convocante y sugerente.

Estos mismos criterios de racionalidad son los que muchas veces se aplican en forma excluyente en los modos de pensar y concebir la ciudad; tal el caso de distintas corrientes del pensamiento urbanista de corte “progresista”. Por detrás de este urbanismo racionalista se vislumbra la influencia también ejercida aquí por esa aceleración del tiempo histórico padecida por el hombre contemporáneo. El derribo de calles sinuosas y la construcción de nuevas vías diagonales, el sistema moderno del ángulo recto, dice Simmel (21), ahorra espacio; pero desde el punto de vista del tráfico ciudadano es ante todo ahorro de tiempo (el “tiempo es oro”), exigencia justamente del racionalismo de la vida. Los espacios rígidamente cuadriculados de las ciudades modernas, despersonalizantes por los anónimos y por su elaboración predominantemente ex nihilo carecen, pues, de peculiaridad histórica, de las diferenciaciones e impronta que todo verdadero protagonismo humano imprime y adquiere.

Breve digresión sobre los sentidos de la vista y el oido

El espacio metropolitano, con sus características más específicas, motiva -tal como se ha dicho- una compulsiva adaptación del aparato sensitivo del hombre.

Tanto el espacio táctil, que define las relaciones del sujeto con los objetos, como el espacio visual, donde unos objetos se sitúan respecto de otros, se ven afectados en las grandes ciudades por una arquitectura y urbanización que se aleja cada vez más de las formas orgánicas y del espacio abierto: “Los límites claros y distintos, los contornos y líneas verticales, de rectas y ángulos, de superficies lisas o monótamente rotas por ventanas y balcones uniformes, confieren al espacio urbano una cualidad mecánica, ajena a la vida y a la irregularidad armoniosa de la naturaleza” (22).

Los sentidos de la vista y el oído reciben diferente influencia según la dimensión del ámbito urbano en el que se habita. Considera Simmel que lo que vemos de un hombre, lo interpretamos por lo oímos de él, siendo poco frecuente el caso contrario; por eso que el que ve sin oír es más confuso, desconcertado e intranquilo que el que oye sin ver.

En las ciudades pequeñas las personas que se encuentran en la calle son, generalmente, conocidos, de modo que bastan unas pocas palabras para el mutuo entendimiento, o quizás ninguna dado que la simple visión de nuestro interlocutor evoca en nosotros su personalidad, como bien observa Simmel. Hay un elemento que, para este sociólogo alemán, torna la situación significativamente distinta, y es la existencia masiva de los medios de transporte públicos: “Antes de que en el siglo XIX surgiesen los ómnibus, ferrocarriles y tranvías, los hombres no se hallaban nunca en la situación de estar mirándose mutuamente, minutos y horas, sin hablar. Las comunicaciones modernas hacen que la mayor parte de relaciones sensibles entabladas entre hombres queden confiadas, cada vez en mayor escala, exclusivamente al sentido de la vista” (23). De modo que un aspecto importante a tener en cuenta en una sociología de la gran ciudad sería que el tráfico metropolitano se basa mucho más en el ver que en el oír.

Lo mismo podría decirse de la producción en serie, del trabajo en las grandes fábricas, en donde el obrero se ve compelido a utilizar sus sentidos visual y auditivo de manera diversa. En efecto, a diferencia de las asociaciones gremiales antiguas, asociaciones estrechas e íntimas donde se daba un mayor contacto de tipo personal, nos encontramos ahora con los modernos talleres de fábrica y las asambleas masivas, en donde “se ven incontables personas sin oírse, verificándose aquella abstracción que reúne lo común a todos y que resulta con frecuencia obstaculizado en su desarrollo por lo individual, lo concreto, lo variable, lo que el oído nos transmite” (24). La vista captaría fundamentalmente lo general, mientras que la audición nos permitiría adentrarnos en las particularidades. El oído es, para Simmel, el órgano que mejor transmite la multitud de estados de ánimo, variables de un individuo a otro -y dentro del mismo individuo-. De modo que resulta difícil oír lo que hay de común en una persona respecto de otras; esas características generales se vislumbran más fácilmente a través de lo que se ve del sujeto.

F. Choay plantea, también, el peligro que entraña la primacía de la imagen visual en detrimento de una profunda intelección de los signos de la ciudad; una “apropiación” caracterizada por su inmediatez, merced sólo a la vista, le hace perder espesor simbólico y vida a la ciudad.

El hastío como desarrollo existencial

Hay otra característica de la vida en las metrópolis que involucra íntimamente a cada uno de sus habitantes. Se trata, en términos simmelianos, del hastío, lo que podríamos denominar -siguiendo el pensamiento filosófico clásico- acedia.

En efecto, el racionalismo y la racionalización de la vida, la aceleración histórica y el hiperactivismo pragmático del mundo moderno, van gradualmente atrofiando el contacto “personal” con lo real, reduciendo la inteligencia a una faceta meramente fabricadora, con olvido de su radical y fundante actividad teórico-especulativa. El ser humano se ve así acotado dentro de los estrechos límites del homo caber, circunscripto al ámbito del “hacer” o “fabricar”, en donde la “eficiencia” y la pura “actividad” adquieren rango preminente. Una tal concepción instrumentalista, privilegiante del valor utilidad, está suponiendo, en última instancia, minusvalorar la integridad del hombre así como la de sus productos culturales.

Uno de los fenómenos que se desprende de esta situación lo constituye, pues, la aparición del hombre hastiado, para Simmel el hecho más exclusivamente propio de la gran ciudad. Este concepto de hastío nos remite, como decíamos, a la acedia, uno de los vicios humanos de mayor gravedad en tanto supone una suerte de pereza o dejadez profunda en la más honda interioridad que le impide al hombre actuar en aquello que le es más esencial y radicalmente necesario: su propia realización como persona, en la línea de sus más específicos fines existenciales. Viene a significar, la acedia, en última instancia, una virtual renuncia a la más auténtica vocación humana. Para Tomás de Aquino (25), la acedia consiste en un “entristecerse” ante el bien espiritual, desanimándose en cuanto a su consecución. Esta paradójica inacción interior, hiperactivo habitante de la metrópolis, respecto de lo que le es más intransferiblemente suyo, supone una incapacidad para “ver”: para ver la realidad en general, la realidad en su entorno particular y su propia realidad como existente humano. Es ese hombre a-religioso de que habla Mircea Eliade, que busca sustitutos, inconscientemente, de lo “sagrado”. La relativización de lo absoluto ha llevado a la absolutización de lo relativo.

El hombre hastiado es consecuencia de un modo de vida en que prima la exactitud, la precisión, lo cuantificable e impersonal. El “negocio” (negotium) prevalece sobre el ocio, ese otium verdaderamente creador que facilita al hombre acceder a la veritas rerum, a lo que la realidad es, pero no tanto en extensión sino fundamentalmente en intensidad, en hondura. Ocio que supone confiar en la relitas y en su orden, y que implica vivir y crear en un ámbito de sosiego, festividad y magnanimidad, ubicándose así en las antípodas de toda actitud acédica. Magnamidad, capacidad creadora y esa dilatación del ánimo que llamamos alegría se encuentran, para Julián Marías, tan estrechamente vinculadas que a veces se confunden.

La fiesta y el gozo suponen ocio (26), paz, esa tranquilitas ordinis agustiniana que permite al hombre tomar contacto con la realidad, mediatizaciones mistificadoras. Será, pues, a partir de un radical “permanecer” como se le manifestará más fácilmente al hombre el “ser” de las cosas.

La acedia, en cambio, no permite echar raíces: el hombre acédico es un ser substancialmente desarraigado, marcado por un hiperactivismo exteriorizante y evasivo. De esta manera el sujeto se ve cada vez más impedido de habitarse, habitación existencial que constituye el fundamento de todo arraigo (27).

Entre las causas más importantes del hastío ubica Simmel la hiperexitación sensitiva sufrida por el hombre metropolitano, que le va provocando reacciones fisiológicas cada vez menos intensas, conformando esa suerte de lasitud típica del hombre hastiado.

El hecho que para Simmel define más el hombre hastiado es su insensibilidad para con las diferencias entre las cosas. Si bien las percibe, su mirada no es atenta ni responsable, de modo que los objetos se le tornan indiferentes, no llamándole ninguno de ellos significativamente la atención. Este “no querer ver”, esta especie de ceguera espiritual -en buena medida voluntaria-, lleva a un “querer hacer” cada vez más compulsivo. La pura acción del hombre contemporáneo ve llenando el vacío dejado por su orfandad contemplativa. Esta cuestión es también agudamente observada por Heidegger: “Lo sencillo conserva el enigma de lo perenne y de lo grande. Sin intermediarios y repentinamente, penetra en el hombre y requiere, sin embargo, una larga maduración. Oculta su bendición en lo inaparente de lo siempre mismo. Quienes no tengan oídos para entender esto tratarán, en vano, de ordenar el globo terráqueo con sus planes. Amenaza el peligro que los hombres de hoy permanezcan sordos a su lenguaje. A sus oídos llega sólo el ruido de los aparatos, que toman por la voz de Dios. El hombre deviene así distraído y sin camino. Al distraído lo sencillo le parece uniforme. Lo uniforme harta. Los hastiados encuentran sólo lo indistinto. Lo sencillo escapó. Su quieta fuerza está agotada” (28).
Hasta aquí algunas de las características que se observan en las grandes ciudades y en el seno mismo de la vida metropolitana, muchas de ellas negativas en tanto se inscriben entre factores etiológicos de mayor significación en punto a todo ese proceso de alienación, de autoextrañamiento, que se da en el hombre contemporáneo. Ese homo consumens que, en aras de un consumir cada vez más no se consuma como existente humano, consumido por la vida de inconsistente excentricidad. Excentricidad que supone negación de todo referente “transcendente” al propio individuo como tal, en un ahogo de pura inmanencia. “El pensamiento nihilista de la Voluntad de Poder -expresa Moya Valgañón- deviene Eterno Retorno de la Estructura cuya expansiva reproducción sigue excavando al vacío ontológico de la Muerte de Dios. Con la disolución de la Antropología Metafísica, el ser del hombre deviene vacío estructural, puro `ser ahí´ organizado política y económicamente […] La `cuantificación´ y la `organización´ propias del discurso universal de la Técnica, configuran un mundo en que el Ser se olvida y evapora sobre el desierto de una existencia social tecnológicamente regimentada. La productividad burocrática, científicamente organizada, disuelve toda trascendencia subjetiva no reductible al Sistema. `El hombre Unidimensional´ no es sino el discurso en que Marcuse reproduce el pensamiento de Heidegger sobre la Técnica como Olvido del Ser”(29).

No debemos caer, sin embargo, en posiciones irremediablemente apocalípticas. Deberá rescatarse aquello que tenga valor dentro de la vida metropolitana, al mismo tiempo que se intenten subsanar o paliar sus aspectos negativos. Para Kevin Lynch no hay motivo alguno para que la vida en las grandes ciudades tenga que ser forzosamente desagradable o restrictiva, no hay “ninguna razón por la cual la vida metropolitana no pueda llegar a convertirse en un ámbito en donde hallen satisfacción tanto en la supervivencia humana como el desarrollo; ninguna razón, en suma, por la cual sus moradores no puedan deleitarse en ella como en la contemplación de un paisaje favorito”. Al igual que König, Lynch previene contra la tentación romántica de valorar exageradamente la vida campesina, en detrimento de la vida ciudadana. No se trataría de oponer lisa y llanamente campo y ciudad, como sinónimo de salud, sosiego y bondad el primero, y de insalubridad, vértigo y maldad la segunda, dado que “la sensación de hallarse en la casa propia no depende de la pulcritud o de la pequeñez del lugar, sino de las relaciones activas entre el hombre y `su´ paisaje: de la penetrante significación de lo que se ve y contempla. Esta significación es tan posible en la ciudad como en cualquier otra parte y, probablemente, aún más realizable en aquélla que en otro lugar cualquiera”(30). Nisbet se extraña de que la visión de la ciudad, y de la vida que en ella se da, sea predominantemente negativa en la filosofía y el arte occidentales, así como también en las ciencias sociales. Para él en la ciudad occidental se han dado auténticas manifestaciones de comunidad, vecindad y asociación, conjugándose con adscripciones por ascendencia étnica en el caso de la ciudad americana, y por pertenencia a una clase social determinada en la ciudad europea. Allí ve un profundo sentido de la reciprocidad interhumana, del arraigo y de la identidad.

La gran ciudad, sin embargo, debe dejar de ser el reino exclusivo de la cantidad, lo útil y funcional, convirtiéndose o -mejor- recuperando el carácter de ámbito verdadera e integralmente humano y humanizador, auténtica antropópolis en donde el habitante juegue un verdadero papel protagónico, tanto en lo que hace al hábitat urbano como a la realización de su propio proyecto vital. Humanicemos, pues, la ciudad, humanizándonos.

La ciudad debe preservar, ante todo, su función de eminente ámbito de convivencia, inclusivo de otros ámbitos sociales -familia, vecindario, lugares de trabajo y recreación, municipio, etcétera-, así como su función de ámbito de encuentro del hombre consigo mismo. Para Mumfrod sólo la ciudad puede desempeñar la función de síntesis y sinergia de todos sus variados y numerosos componentes, y ello a través de una perseverante fijación témporo-espacial, facilitándose de ese modo las relaciones cara-a-cara. La función específica de la ciudad consistiría, en este sentido, en “aumentar la variedad, la velocidad, el grado y la continuidad de la relación humana”. Vigilar hasta qué punto llega la gran ciudad a cumplir con esta función primordial -especialmente en cuanto al grado y continuidad-, se convierte en una tarea tan ardua como de impostergable necesidad.

Por otra parte, la tendencia individualista presente en los habitantes de las metrópolis concuerda, paradójicamente, con la pérdida de individualidad del todo urbano, de la ciudad moderna en su conjunto, en la medida en que ésta aumenta en forma desproporcionada, más allá de todo límite. También juega en ello el que sus habitantes no sientan como propio lo que allí sucede, de modo que el marco urbano no se constituye en escenario donde sean y se sientan actores principales. Para Ledrut (31), “la individualidad de la urbe es tanto más intensa cuanto más personas se reúnan y participen, cuanto más profundamente se vea afectada la vida de los individuos y de los grupos de los que éstos forman parte. Todo lo contrario de la atomización social habitualmente presente en las metrópolis, fenómeno directamente relacionado con un espacio urbano difuso e inorgánico”.

A MODO DE CONCLUSION

Esa necesidad que tiene el hombre de habitar, esa característica o proprium que hace a su más específica esencia, halla en los espacios metropolitanos influencias de variada especie, muchos de los cuales han sido desarrollados precedentemente. Influencias que representan muchas veces importantes condicionantes de cara al desarrollo del ser-uno-mismo-en-sociedad, máxime teniendo en cuenta que el habitar humano se da a través de formas raigales. En efecto, la fijación de los actores sociales tiende a darse en forma de arraigo, fenómeno social total que representa una dimensión espacial, una dimensión cultural y una dimensión temporal.

Siendo el espacio metropolitano el ámbito de la modernidad por antonomasia, no resulta difícil vislumbrar las desonancias y contradicciones presentes a nivel de las dimensiones componentes de arraigo, consecuencia de factores tales como la tendencia a la globalización, la aceleración del tiempo histórico, los intensos procesos de desocialización y resonancialización fruto de agentes tan eficaces y omnipresentes como los medios masivos de comunicación social.

En efecto, si el arraigo espacial supone fijarse en un territorio determinado, esa suerte de imperativo territorial presente también en el reino animal, la movilidad socio-espacial se va tornando cada vez más evidente en las áreas metropolitanas. Se trata de un espacio vivido tránsito de proximidades variables y no buscadas, generadoras de lejanías incomunicantes.

El arraigo social, fruto de sentido de pertenencia a grupos -fundamentalmente primarios- fundantes del individuo, y de un significativo nivel de participación, se ve opacado por un cada vez mayor individualismo -consecuencia del predominio de círculos sociales contiguos y heterogéneos, en términos de Simmel-, así como por la cada vez mayor importancia de la “audiencia”, el “público” y, en último término, la masa. Una cada vez menor participación activa por parte del sujeto, centrado más bien en una participación meramente pasiva a través del acceso a bienes y servicios que deviene, las más de las veces, en consumismo, virtual paliativo buscado por el homo caber et consumen y retroalimentado a través de los distintos agentes de socialización que permiten la reproducción del sistema espacio-socio-cultural vigente.

Por su parte, el arraigo cultural deviene anomia, en un mundo sociocultural con marcos de referencia poco claros, cambiantes y muchas veces contradictorios en términos de relaciones entre fines distintos, y entre fines y medios.

El hombre, pues, ese habitante cada vez más peregrino, intenta con dificultad creciente recuperar su relación con la naturaleza -viciada de actitudes y comportamientos deprecatorios y contaminantes- y su relación con los demás -viciada de insolidaridad, individualismo exagerado, soledad, superficialidad e inautenticidad comunicacional-. Intenta, en suma, evitar la corrupción del habitar.

NOTAS:

(1) El paso de la ciudad industrial propiamente dicha a las grandes concentraciones metropolitanas supuso, para Geddes, el pasaje de una economía paleotécnica -fundamentada en el carbón, la máquina de vapor y el hierro- a otra de corte neotécnico -privilegiando la electricidad, el petróleo y los metales más livianos-. La primera, fundamentada en el carbón, la máquina de vapor y el hierro; la segunda, en cambio, privilegiando la electricidad, el petróleo y los metales más livianos.

(2) J. Remy y L. Voyé: La ciudad y la urbanización, IEAL, Madrid, 1976, p. 152. También se da el paso de una autonomía vivida en términos de “espacio” a una autonomía vivida en términos de “tiempo” (Cfr. P. Rambaud: Societé rurale et urbanisation, Seuil, París, 1969).

(3) Ibidem, p. 700. No podemos dejar de mencionar el importante diagnóstico que sobre este tema del consumo realiza R. H. Tawney: La sociedad adquisitiva, Alianza Editorial, Madrid, 1972.
(4) L. Mumford: La ciudad en la historia, op.cit., pp. 719 s. Asimismo, véase R. Ledrut: op. cit., pp. 218 s.

(5) C. Dawson: op. cit., cit., pp. 68 ss.

(6) R. Nisbet: La información del pensamiento sociológico, Amorrortu, Bs. As., 1977, p. 120.

(7) L. Mumford: La ciudad en la historia, op. cit., pp. 710 s.

(8) Véase M. Castells: La cuestión urbana, op. cit., pp. 30 ss., y Problemas de investigación en Sociología Urbana=, Edit. Siglo XXI, Madrid, 1975, pp. 88 ss. Pero lo importante que busca destacar Castells es el hecho de que las áreas metropolitanas formadas en las sociedades capitalistas industrializadas supone más que meros referentes cuantitativos: significa un verdadero salto cualitativo. Esta nueva “forma”, representada por el área metropolitana, se caracteriza por la “difusión de las actividades y funciones en el espacio y la interpenetración de dichas actividades según una dinámica independiente de la contigüidad geográfica” (Problemas de investigación Sociología Urbana, op. cit., p. 89).

(9) Es Nietzsche quien sostiene: “La igualdad, una cierta asimilación de hecho que sólo se expresa en la teoría de unos derechos iguales, pertenece esencialmente a la decadencia, para eliminar el abismo entre hombre y hombre, entre clase y clase, pluralidad de tipos y hasta la misma voluntad de ser sí-mismo” (Götzendämmerung, Kröner, Stuttgart, pp. 158 s). Será precisamente en las metrópolis donde dichos teóricos del individualismo serán venerados, al decir de Simmel, como “profetas y mesías de aspiraciones insatisfechas”.

(10) A. Touraine: La sociedad post-industrial, Ariel, Barcelona, 1973, pp. 206 s.

(11) L. Mumford: La ciudad en la historia, op. cit., pp. 745 s.

(12) R. Ledrut: El espacio social de la ciudad, Amorrortu, Bs. As. 1974. Aquí Ledrut analiza la vida social en los grandes conjuntos de Toulouse, el grado de sensibilidad, la vida vecinal, la relación de los barrios con el centro de la ciudad.

(13) Véase P. Lersch: Der Mensch in der Gegenwart, München, Basel, 1955. Hay versión en español: El hombre en la actualidad, op. cit.

(14) A. Mitscherlich: Tesis sobre la ciudad del futuro, Alianza Edit., Madrid, 1977, p. 37.

(15) H. P. Bahrdt. La moderna metrópoli. Reflexiones Sociológicas sobre la construcción en las ciudades, Eudeba, Bs. As., 1970. Resulta de interés el comentario que sobre Bahrdt efectúa C. A. Vapñarsky: Vida urbana y calidad de vida, CEUR, Bs. As., 1982, así como la diferencia que establece entre el enfoque de Bahrdt y el de Dewey (pp. 20 ss).

(16) La democracia en América, F.C.E, México, 1963.

(17) Ibidem. Apud L. Mumford: La ciudad en la historia, op. cit. p. 678.

(18) D. y A. von Hildebrand: The art of living, Chicago; de la edición en español, Club de Lectores Bs. As., 1966, pp. 83 s. Recuérdense, en este sentido, los interesantes comentariso de Karl Jaspers sobre la “comunicación existencial auténtica” y la “comunicación inauténtica”.

Marcuse, por su parte al referirse a las condiciones de aglomeración, estrepitosidad y desprivatización de la sociedad de masas, en tanto factores etológicos de la creciente agresividad presente en esta sociedad industrial, subraya que “la necesidad de tranquilidad, intimidad, independencia, iniciativa y algunos espacios abiertos no es un capricho o un lujo, sino que constituye un auténtica necesidad biológica (…) La sociedad de masas ha efectuado una `hipersocialización´ ante la que el individuo reacciona con todo tipo de frustraciones, represiones, agresiones y miedos que se resuelven pronto en auténticas neurosis”(H. Marcuse: La agresividad en la sociedad industrial avanzada, Alianza Edit., Madrid, 1979, pp. 113 s).

(19) Cfr. G. della Pérgola: La conflictualidad urbana. Ensayos de Sociología Crítica, Dopesa, Barcelona, 1973, p. 145.

(20) Cfr.J. L. Pinillos: los: Psicopatología de la vida urbana, Espasa Calpe, Madrid, 1977, pp. 50 s.

(21) Cfr. G.Simmel: Sociología.., op. cit., pp. 667 s.

(22) Cfr. J.L. Pinillos: op. cit., pp. 58 s. “paradójicamente -agrega el psiquiatra español- la ciudad apenas dispone de espacios horizotales amplios, carece de horizonte, y faltan en ella las formas orgánicas que descansan los sentidos. Algunos grandes arquitectos, como Gaudí, intentaron introducir en sus edificios las sinuosidades de la naturaleza, o por lo menos integrarlos orgánicamente en ella, pero a la postre la ciudad siempre domina y se cierra sobre su propia geometría” (ibidem p. 59).

(23) G. Simmel: op.cit., p. 681.

(24) Ibidem, pp. 685 s. Mandrioni, situándose en un más alto nivel de abstracción en su intento por “pensar la ciudad”, nos remite a un “ver” y a un “oir” radicales a través del tránsito delimitado por una eidética de la forma y hermenéutica del sentido, afirmando que sólo una identificación cabal de un “saber ver” y “saber oir” habrá de entregarnos la verdad del ser de la Ciudad (Véase “Pensar la ciudad”, Revista Criterio, N† 1863, 9-VII-1981, Bs. As., pp. 378 s.)

(25) “Los bienes espirituales de que se entristece la acedia son fin y conducentes al fin. La fuga del in se realiza con la `desesperación´. La huída de los bienes conducentes al fin, sobre los cuales recaen los consejos, si son arduos, la lleva a cabo la pusilanimidad´; si atañentes a la justicia común, la indolencia en los preceptos”(2-2, q. 35 a 4). Sobre la acedia, Véase la obra de Juan Casiano: De Coenobiorum Institutis, L. X (Hay versión en español en Psychologica-Revista Argentina de Psicología Realista, N† 4, 1980, pp. 137/238). Mirceau Eliade, a propósito de la relación cuerpo-casa-cosmos, sostiene que para el hombre moderno, desprovisto de religiosidad, el Cosmos se ha vuelto opaco, inerte, mudo: no transmite ningún mensaje, no es portador de ninguna “clave”.

(26) Sobre la fiesta y el ocio véase el importante trabajo de J. pieper: El ocio y la vida intelectual, op. cit. Asimismo, cfr. M. Eliade: op. cit., pp. 80 s.

(27) Entre las consecuencias más inmediatas de la acedia se halla la desesperación y la vagatio mentis, la inquietud errante del espíritu (además de la rutina, el rencor y la pusilanimidad -vide Santo Tomás: 2-2, q. 35, a.4,2). Esta “errancia espiritual” se manifiesta, entre otras formas, a través de la inestabilidad de lugar y de propósitos, características de quien, involucrado cada vez más en un puro devenir, va perdiendo el quicio de su propio e intransferible proyecto vital, lo cual nos remite nuevamente al concepto de desarraigo.

(28) M. Heidegger: Der Feldweg, V. Klostermann, Frankfurt am Main, 1969; de la versión en español en Eco-Revista de la Cultura de Occidente, N† 219, enero de 1980, Bogotá, pp. 226 ss. Como bien señala Konrad Lorenz, “tanto la belleza de la naturaleza como la del medio ambiete cultural creado por los humanos son ostensiblemente necesarios para mantener la alud moral y espiritual de los hombre. La ceguera anímica total para todo cuanto sea bello (…) es una enfermedad mental cuya gravedad se acentuará irremediablemente, porque va asociada a una vituperable insensibilidad ante todo lo ético” (Los ocho pecados mortales de la humanidad civilizada, Plaza & Janés, Barcelona, 1975, p. 33.

(29) C. Moya: op. cit., p. 271.

(30) K. Lynch: “La ciudad como medio ambiente”, en La ciudad, Scientific American, Alianza, Madrid, 1969, p. 256.

(31) Véase R. Ledrut: op. cit. pp. 85. ss.

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