Implicancias y Limitaciones del Concepto de Deuda Ecológica, más que “deuda”, Un Robo
Eduardo Gudynas*
El concepto de deuda ecológica cobró notoriedad a fines de la década de 1980, y fue usado intensamente entre 1990 y 1992, durante el proceso de la Eco 92 de Rio de Janeiro. Esa idea en unos casos buscaba subrayar la destrucción ambiental en los países del Sur para enseguida responsabilizar a empresas y gobiernos de las naciones industrializadas, mientras que en otros casos, fue esgrimida como una réplica a la deuda financiera que se arrastraba en América Latina. En efecto, al considerarse que la deuda ecológica superaba con creces lo que se debía a los bancos, los países del Norte eran en realidad los que debían a las naciones del Sur. En aquellos años, quienes eran los destinatarios de esos cuestionamientos ignoraban esas acusaciones, o bien no entraron en un debate intenso. Desde aquel entonces el uso del concepto ha tenido sus altas y bajas, aunque la tendencia ha sido usar esas palabras como una metáfora asociada a la crítica ambiental.
En la actualidad es posible examinar con nuevos ojos ese debate, y en especial ante la permanencia de la crisis ambiental, a la que se suman síntomas del resurgimiento de la carga de la deuda externa. Aprovechando una mayor madurez del ambientalismo, se intenta analizar los aspectos positivos y negativos de utilizar el concepto de “deuda” aplicado al terreno ambiental. No es mi propósito poner en debate los diagnósticos sobre la crisis ambiental, ni que la apropiación de los recursos naturales fue y es desigual. En realidad el objetivo es preguntarnos si haber escogido la palabra “deuda” fue la mejor decisión, y considerar las implicaciones que ella tiene para una política ambiental alternativa.
La palabra deuda según la Real Academia tiene al menos dos definiciones. La primera alude a una “obligación que uno tiene que pagar, satisfacer o reintegrar a otro una cosa, por lo común dinero”. Ese mismo sentido se expresa en la raíz latina del vocablo. En su uso actual, la palabra “deuda” es propio de la economía, aludiendo a pagos que todavía no se han realizado por servicios o productos.
El concepto de deuda ecológica va en el mismo sentido. En una de las más conocidas definiciones en América Latina, Robleto y Marcelo (1992, La deuda ecológica. Una perspectiva sociopolítica, Instituto Ecología Política, Santiago) sostienen que deuda ecológica “es el patrimonio vital de la naturaleza, necesario para su equilibrio y reproducción, que ha sido consumido y no restituido a ella”, incluyendo tanto a los llamados recursos naturales como a los procesos ecológicos. Existirían “deudores” y “acreedores”, y esa deuda debería ser cuantificada y restituida. Borrero Navia (1994, La deuda ecológica, Testimonio de una reflexión, Fipma y Cela, Cali) ofrece otras definiciones, entre las cuales se puede adelantar su referencia al “conjunto de externalidades sociales y ambientales no asumidas”, para las cuales debería haber una cuantificación así como un “pago” a la Naturaleza con políticas ambientales efectivas.
Deuda y economización de la Naturaleza
El problema es que al escoger la palabra “deuda” se está aceptando un vocablo que es propio de la economía, y por lo tanto se corre el riesgo que los marcos conceptuales y metodologías propias de ellas se cuelen dentro de los temas ambientales. En sus formas más comunes, esa economización de la Naturaleza es tanto una de las razones de la crisis ambiental como reduce las posibilidades de una política ambiental alternativa.
En primer lugar, apelar al concepto de deudor reclamando la cuantificación de esa deuda, lleva directamente a la asignación de precios. Es la expansión de la valoración económica a la Naturaleza y los recursos naturales. Esas metodologías apenas se estaban desarrollando a fines de la década de 1980, pero en la actualidad proliferan, y se basan esencialmente en la disposición a pagar como en la disposición a aceptar compensaciones. Las ambigüedades en este proceso son enormes, y por lo general se termina asignando un precio a aquello que tiene una valor de mercado, a pesar de lo cual se enfrentan enormes variaciones sobre la disposición a pagar de los diferentes actores sociales, y dejando muchos otros elementos sin valoración. Asimismo, este énfasis termina generando la confusión que el valor económico representa laesencia de los valores de la Naturaleza, dejando de lado otras escalas de valoración, como la estética, cultural, religiosa, ecológica, etc. Lo mismo sucede con el uso del concepto de capital aplicado a la Naturaleza, originando la idea de un Capital Natural, que más allá de las intenciones sella la expansión del mercado y las relaciones económicas como forma de manejar el ambiente (Gudynas, E., 1997, Ecología, mercado y desarrollo, Instituto Ecología Política, Santiago).
Este problema es mencionado brevemente por Borrero Navia (ya citado), cuando recuerda que se le criticaba que en tanto no se podía evaluar económicamente a la Naturaleza, no puede contraerse una deuda con ella. Si bien la respuesta de Borrero Navia no aborda la médula del problema, la situación ha cambiado drásticamente con estas nuevas metodologías económicas. Más recientemente, J. Martínez Alier (“Deuda ecológica y deuda externa”, en Ecología Política 14, 1997) al defender el uso del concepto indica la necesidad de cuantificar, estableciendo rubros principales y órdenes de magnitud, aunque reconoce que su exacta medición es imposible. No puede olvidarse que el ecologismo popular que defiende Martínez Alier descansa en movimientos de base que usualmente están en contra del reduccionismo económico, y que saben por experiencia propia que esas valoraciones económicas terminan perjudicándolos.
Robleto y Marcelo, Borrero Navia, y otros, consideraban que una de las utilidades claves del concepto radicaba en que se le podían aplicar obligaciones jurídicas, generándose obligaciones. Pero eso lleva a que la deuda deba ser “cuantificable y ajustable a plazos, formas y procedimientos de pagos” (tal como señalan Robleto y Marcelo, ya citados), de donde de nuevo se cae en la cuantificación económica.
Sea por un camino o por otro, el uso del concepto de deuda abre las puertas a conceptos y metodologías que están en el centro de la crítica ambiental más reciente, donde hay un creciente consenso en su inefectividad para asegurar el desarrollo sostenible.
El pago de la deuda
El uso del concepto de “deuda” a su vez genera la ilusión que la destrucción ambiental puede ser saldada con un pago. De hecho los llamados a la cuantificación, o el uso de este concepto para esgrimirlo en contra de la deuda externa, refuerzan ese sentido.
Sin embargo, incluso en la situación ideal bajo la cual se acordara un valor económico, ese precio no permitiría solucionar la destrucción ambiental pasada. En efecto, el dinero ya no puede revertir las especies extinguidas ni las áreas silvestres perdidas; por ejemplo, por más grande que sean los montos calculados no es posible recuperar al desaparecido zorro de las Islas Malvinas. Incluso la opción que plantea Borrero Navia (ya citado) donde la deuda equivaldría a los costos de recuperación de los ecosistemas, ello no asegura adecuadamente la conservación en un sentido ecológico.
El uso del concepto de deuda también abre las puertas a una concepción de la indemnización por impactos ambientales. Así como una empresa de seguros paga a una persona una indemnización por la pérdida de un miembro en un accidente de trabajo (y de hecho existen tablas donde se calcula el valor de cada parte del cuerpo humano), se podrían caer en una cuantificación económica del daño ambiental. Toda vez que exista un impacto ambiental se pagaría por ello; no faltará quien convierta eso en un negocio, aceptando pagos en compensación por la caída de calidad ambiental. El apego a una gestión de indemnizaciones tiene otra consecuencias negativas al negar derechos y basarse en medidas reactivas a daños que ya han sucedido (véase por su impacto en las cuestiones sociales, a P. Rosanvallón, 1995, La nueva cuestión social, Manantial, Buenos Aires). Existen antecedentes en ese sentido, como la reducción de los contralores municipales para atraer inversiones, o la oferta de suculentas sumas de dinero en el tráfico de desechos tóxicos. Incluso, podría sospecharse que habría más de un sector interesado en apropiarse del concepto de deuda ecológica y estaría dispuesto a pagar por daños ambientales.
Un problema adicional es que cualquier pago lo recibirían las personas, y no la Naturaleza. El que esos dineros sean usados correctamente para revertir los daños ambientales se convertirá en todo otro problema. Podría retrucarse que esos problemas se pueden resolver por una correcta gestión y regulación ambiental. Permanece entonces el problema de como determinar el valor económico de esa deuda. En efecto, la asignación de precios a los seres vivos y a la Naturaleza enfrenta enormes problemas. Es una aproximación reduccionista, iguala la disponibilidad a pagar con el valor, vuelca a los elementos de la Naturaleza dentro del mercado, y sella su suerte como objetos al servicio del ser humano.
Otras palabras y otras alternativas
Queda abierta la pregunta si utilizar la palabra deuda es la mejor elección. No está en duda, en cambio, que la destrucción ambiental y la apropiación desigual de los recursos naturales, exista (véase por ejemplo el temprano análisis comparado de P. Adams, 1993, Deudas odiosas, Planeta, Buenos Aires). El problema es evitar utilizar palabras que van fuertemente ligadas a conceptos y métodos que a la larga impiden la construcción de un desarrollo alternativo que permita remontar esos problemas. Algunos podrán retrucar que deuda significa otra cosa desde esta perspectiva ambiental, pero el problema es que no siempre habrá una ambientalista para explicárselo a cada persona. Algunas palabras están tan fuertemente unidas a perspectivas conceptuales, que su propio uso ya tiene consecuencias. Ese es el mayor peligro con el vocablo deuda.
En realidad, lo que ha sucedido en América Latina en los últimos siglos, antes que una transacción económica injusta o una compra impaga, se parece más a una expoliación en unos casos, y a un robo en muchos otros, por su violencia y destrucción. El propio Borrero (ya citado) reconoce este punto, cuando admite que “debería ser la palabra robo” la que caracterizaría estas relaciones. Esto lleva a la segunda acepción de la palabra deuda en el diccionario, definiéndola como pecado, culpa u ofensa.
Tal vez sea el momento de hablar claramente, y volver a poner sobre la mesa términos como los arriba indicados. En especial para asegurar que las acciones ambientales no queden atrapadas en una mercantilización. Tareas como la recuperación y restauración ambiental deben estar desvinculadas de un sistema de pago por año ambiental, y las metas ecológicas nada tienen que ver con las metas económicas. Esto requiere de un campo conceptual mucho más amplio, incluyendo escalas de valoración diversas, como las estéticas, religiosas, culturales y otras. La finalidad de esas tareas no es recibir dinero, sino que el objetivo es recuperar el ambiente y volver a su estado original, cueste lo que cueste, así como alertar sobre su destrucción y robo, allí donde ocurra.
*Centro Latino Americano de Ecología Social (CLAES), Casilla Correo 13125, Montevideo 11700, Uruguay.
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